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Las correcciones

Por más atención que ponga en lo que hace, uno se equivoca. Uno escribe algo, un artículo, un cuento, toda una novela, y vuelve una y otra vez sobre lo que ha escrito, repasa, corrige, tacha, sustituye, pero está demasiado cerca de su propio trabajo, de modo que hay cosas evidentes que no ve, y por eso necesita el examen de otros ojos que no sean los suyos, a ser posible de alguien especializado, un editor o un corrector, alguien que sabe hacer de verdad lo que parece evidente, que sabe mirar un texto palabra por palabra, con la atención muy afilada, con el lápiz igual de afilado y disponible, con una mezcla de proximidad y de distancia, de amor por la palabra escrita y lucidez clínica para percibir errores.
Este trabajo lo hacían antes personas muy capaces en las editoriales y en los periódicos. Poco a poco han ido desapareciendo. Detectaban errores y erratas, contradicciones,  repeticiones. Quedan unos pocos, en algunas editoriales, y se nota mucho su huella, si se presta atención. En este cuaderno yo me equivoco muchas veces, porque escribo muy rápido y no tengo a nadie que me lo revise, de modo que cuando un lector atento me indica un error o una falta de ortografía se lo agradezco y corrijo de inmediato.
En un artículo que yo publiqué este sábado había un error muy grande, tan evidente que rozaba el absurdo. Era un artículo dedicado, de la primera a la última línea, a defender la libertad de expresión, y se me coló a mí y a las personas que se encargan de su edición en el periódico un error que decía: “siempre será más respirable una dictadura que una democracia”. Que ni yo mismo, ni Elvira, a quien se lo mandé al terminarlo, ni la gente del periódico lo detectáramos es una prueba de la sinuosidad de reptil con que se cuelan las equivocaciones. Lo arreglamos en cuanto pudimos, el sábado, pero ya había salido así en la edición de papel, y se mantuvo en el periódico digital.
Lo extraordinario es que algunas personas prefirieron creer que yo estaba defendiendo las dictaduras. No parecieron importar las otras casi mil doscientas palabras del artículo; tampoco los centenares de miles de palabras que llevo escritas en defensa de los valores democráticos, de la legalidad democrática. Siempre me asombra la fuerza de la mala fe española: la decisión de creer lo peor acerca de aquellos a los que se detesta, la prisa por someterlos al ridículo o por pedirles cuenta de sus equivocaciones.
Unos días antes, yo había copiado las opiniones sobre la enseñanza de una persona dedicada vocacionalmente a ella desde hace casi treinta años. De algo que me decía, unos cuantos lectores se apresuraron a deducir que esa profesora -es una profesora- me estaba escribiendo en su tiempo de clase. Me escribía en el recreo, y dejó de hacerlo cuando sonó la campana y los alumnos iban a regresar al aula. De pronto era fácil descalificar sus opiniones, sin necesidad de examinarlas ni de discutirlas: estaba descuidando su obligación.
Tengo la impresión de que en España, donde faltan ya tantas cosas, y más que faltarán, sigue habiendo un suministro abundante de mala fe.